Cuando sea grande

De chico uno quiere ser bombero, o policía o astronauta. Se te ocurren profesiones que has visto en la tele y te emociona imaginar que bajas del tubo de la Estación o que patrullas las calles con gorra de policía y un arma a la cintura. Astronauta ni se diga: te quieres poner cualquier cosa que se asemeje a un casco y caminar dando pequeños saltos por la casa. Descubrir piedras bajo el sillón —una piedra lunar con minerales desconocidos y valiosísimos— plantar una bandera en la cima de la pila de cojines y declararla propiedad del planeta Tierra… hasta te buscas un poco de tierra para dejar las huellas de tu pisadas usando las botas de tu papá —y muy probablemente, su pantalón de trabajo que te queda de traje espacial—.

De chico quieres ser todo eso y más. Un agente secreto, un explorador, un inventor —algunos locos, otros quizá no tanto—. Después vas a la escuela y lo que quieres ser de grande es todo eso al mismo tiempo pero sin que se enteren tus conocidos; sobretodo tu mamá, que a la menor provocación lo presumirá a todas las vecinas que se crucen en su camino —con todo y tías y primas ad infinitum—. Entonces uno trata estos asuntos de la futura profesión en la seguridad del cuarto cerrado o en algún otro lugar libre de mirones.

Conforme vas creciendo te vas librando de ciertas cosas: primero, de que tu mamá te elija la ropa cuando no usas el uniforme del jardín de niños; luego, logras negociar el peinarte tú solo como te dé la gana y después celebras como un loco que por fin entrarás a una escuela que te dejará vestirte como se te antoje. Durante un buen rato te olvidas del asunto ese de las profesiones: del bombero, del policía, del astronauta. Los haces a un lado, sin idea clara de lo qué en realidad te gusta —como no sean las niñas de ojo grande, el futbol o pasarte las tardes escapando de hacer tareas.

Después, cuando volteas y notas que yan han pasado  diecinueve años, decides que lo que quieres hacer ahora es meterte a alguna parte a estudiar Comunicación. Has oído que esa carrera la recomiendan los que salen en la tele o parlotean en la radio y te parece que sería una excelente idea hacer lo mismo. Practicas con la grabadora —si lo habías hecho a los cinco años, qué mejor, tienes currículum—, montas una estación amateur en la escuela o en la cuadra y te convences de que ahí está el futuro que buscabas. Qué agente secreto ni qué nada: el mundo se las puede arreglar solo, y como nadie te va a regalar un BMW modificado con armas secretas, no tiene caso seguir el chistecito. Estudiarás Comunicación y punto.

Te gusta. Al principio te sientes raro entre tanto libro pero te agrada la idea de no lidiar con problemas algebraicos de lunes a viernes de 7 a 9 de la mañana. Un alivio, de verdad. Nada de cadenas de carbono, ni cálculos exhaustivos de la resistencia de un puente construido para aguantar 2 mil newtons de fuerza. Nada de exámenes extraordinarios de química con sesiones de estudio de emergencia el día de la prueba a las 6:15 de la mañana. Todo eso se acabó. Estás estudiando Comunicación y algún día estarás frente a un micrófono saludando a medio país, o al menos, a un par de ciudades con una buena cantidad de rubias tetonas.

Te parece un plan perfecto. Comienzas a tener más y más materias. Lecturas como para volverte loco y tu cuarto se ha convertido en un santuario cubierto de fotocopias hasta centímetros antes del techo. Usas lentes y debes portarlos a diario, todo el día. Más vale buscarte unos que al menos te gusten —o se parezcan a unos que te gusten— y poner cara de orgulloso. Poco a poco te haces bueno, te las arreglas para ir avanzando y, sin darte cuenta, has llegado al final de los cuatro años y medio. Ahora no tienes ni idea de cómo salir de ahí y mucho menos, que hacer después, ¿titularte? Eso ya es asunto aparte. Habrá que pensarlo, pero lo que ahora sabes te encanta. Tienes un buen presentimiento al respecto —como diría Obi Wan Kenobi.

Ni bombero, ni policía, ni astronauta, ni agente secreto. Eres comunicador —o comunicólogo, según qué hayas almorzado ese día—, no llevas calculadora científica, usas Ipod y tienes una lap top de medio pelo; tu facilidad de palabra es devastadora. Gustos musicales y cinematográficos, envidiables. Estás orgulloso aunque no uses casco espacial ni te deslices por el tubo de emergencias. Es de lo más chingón con todo y todo porque, al menos, no eres abogado.


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5 Comments

  1. Yo de grande quería ser veterinaria. iuck!! ahora ni me imagino siquiera poniendo un abatelenguas en una boca humana, mucho menos auscultando a un perro apestoso, cof, cof, excepto a mi gato, obvio.

    Que bueno que encuentras gusto en la carrera que elegiste, y que haya por lo menos un par de rubias tetonas que no dejaron la idea de deslizarse por un tubo, ejem, ups!!, creo que no era así, verdad?

    Ah, si, ya! Espero que la carrera que elegiste, te sirva en el futuro para llegar a ser lo que quieres ser de grande, que no es comunicologo (aunque hayas desayunado fruit-loops), si no escritor.

    Un beso de señora que ya no sueña que quiere ser de grande, jojo.

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  2. Yo queria ser reportera para entrevistar a los de Ramstein… Y luego locutora para poner muchas canciones, al final decidi ser la entrevistada y la que hiciera las canciones jejeje.

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  3. El plan perfecto. Comienzas a tener más y más materias. Lecturas como para volverte loco y tu cuarto se ha convertido en un santuario cubierto de fotocopias hasta centímetros antes del techo. Usas lentes y debes portarlos a diario, todo el día.

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