Cuando, por alguna coincidencia, un hámster y un perro se llegan a conocer o a compartir la misma casa puede pasar sólo una cosa: los hámsters sacan un juego de Backgammon que siempre tienen escondido en el buche: elegante tabla de concha y perla con sus fichas bien talladas y, muy seguros, retan al perro a una partida. Los perros, en respuesta, van a su clóset y se calzan un buen sombrero cubano y un habano. Sobre todo los de raza mediana y con mucho pelo rizado, éstos tienen una afición especial por el juego, así como por los peinados derivados del afro setentero.
Cuando cae la noche, el hámster abre hábilmente la jaula en donde vive y sale al encuentro de su nuevo vecino. Quien para ese momento ya se ha encargado de disponer una mesita y un par de sillas —la que le toca al hámster tiene apilados los libros más gruesos del dueño de la casa, los perros son bastante cuidadosos con estos detalles y se aseguran que ninguno de esos libros contenga fotografías de cacería o de roedores en papel de villanos—, colocan un buen mantel y sacan una botella de vino tinto del refrigerador; en caso de que el dueño no tenga vino, consiguen unas cervezas o café cargado.
Acto seguido, ambos animalitos toman sus lugares y, sombrero puesto, comienzan la partida. Una partida animosa, peludamente armoniosa donde cada uno exhibe sus habilidades y estrategias más elaboradas. Se miran, toman los dados y ponen sobre la mesa un trozo de papel donde está anotada la tradicional apuesta.
Por lo general estas partidas pueden llegar a durar varios años, durante los cuales los humanos jamás atinan a descubrirlos, ya que estos dos animalitos suelen ser muy discretos con las cenizas de los puros y los restos de sus cenas. Durante este tiempo, el dueño saca a pasear al perro, le compra casa, ropa de invierno o una pañoleta; al hámster le cambian el periódico de su jaula —ellos siempre prefieren la sección de Finanzas— y lo alimentan gustosos mirando cómo mueven sus cachetes. Como si nada, no hay rastro que los delate y el asunto queda entre ellos.
Cuando hay un ganador, éste se levanta, estrechan sus patas superiores en señal de respeto y el vencedor devora al perdedor de una sola mordida: rápido y sin ruido. Es un final cruel, es cierto, pero lo que dura la partida se suelen llevar de maravilla.
Así que si un día despiertas y una de tus mascotas no está en casa, ya puedes adivinar cuál de los dos ha ganado la partida.
Hay que estar al pendiente de las mascotas, uno nunca sabe que juegos se traen entre manos.
Buena historia; I like! =)
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O entre patas!!
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Jejeje, peludísimo!
Gracias, Panis!! 😀
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Ahora todo tiene sentido, nunca pensé que mis antiguas ratas fueran tan malas en el juego, solo me queda la duda de mis tortugas xD
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Las tortugas son caso aparte… jajaja
xD
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Qué suerte que lo mío es un gato.
Abrazo, barbón (usted, no el abrazo).
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Déjame decirte que los gatos tienen otras costumbres…
Abrazo peludo.
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