La mañana del 19 de septiembre de 1985 yo me debía levantar temprano para que mi madre me bañara, vistiera, diera de desayunar y llevara al kínder. Como cualquier niño de cinco años.
Mi despertador era un reloj redondo, anaranjado y con una cara feliz que te miraba de frente. Un niño de cinco años cuyo reloj despertador lo miraba desde la repisa de abajo. Desde mi litera se veía como un amigo naranja que hace ruido para que uno se convenza de que el día debe continuar en posición vertical. Pavloviano.
Esa mañana me queda difusa en la memoria. El reloj sonó su campanilla y lo vi de frente con esa sonrisa alegre de siempre.
Desde que estudié la preparatoria tuve que acostumbrarme a estar arriba —en esa vertical de inevitable vigilia— desde temprano. Debía salir de casa antes de las 6 am para no quedar atrapado en el tránsito para siempre. Los despertadores han sido una de esas partes de la vida que a uno lo persiguen aunque no quiera.
Llegar a la escuela cuando aún la neblina está cubriendo todo y te delata a cada exhalación. Con un abrigo de Chiconcuac que le tomaba a mi padre. Malo para el frío, ya no se podía cerrar, pero aun así una prenda irresistible.
Esa mañana de 1985, mi madre estaba sentada frente a mí sosteniendo a mi hermano unos años menor, aún de brazos. Me miraba con una sonrisa que nunca se le ha quitado, tierna y un poco preocupada. En el mueble de al lado la pequeña tele blanco y negro mostraba unos presentadores de noticias —años después sabría sus nombres— con gestos que transmitían miedo y fingían no saber nada. Nos querían tranquilizar. Yo miraba a mi madre.

A últimas fechas tengo un asunto con las alarmas. El despertador hace años que no sonríe ni es naranja. Mi primera reacción al escucharlo es extender la mano y ponerle fin al ruido, como un intento desesperado por detener el ruido que me jala desde dentro y se lleva los recuerdos guardados en los sueños a lugares cuyo paradero aún no averiguo.
Mi madre me miraba a mí. Yo movía las piernas, jugando, sentado en la parte superior de la litera. La gente en la televisión seguía fingiendo que no había nada que temer. Hasta yo sabía que mentían.
No recuerdo haber sentido que la tierra se movía bajo mi litera. Bajo la casa debajo de la litera. Años después supe que a eso los adultos le llamaban terremoto.
Quizá es por eso que no logro recordar mis sueños cuando la alarma suena en las mañanas.