Divagaciones sobre ondas literarias IV

Joseph Heath y Andrew Potter dicen en su Rebelarse Vende: El negocio de la Contracultura [Taurus, 2004] que no existe concepto tal como “alternativo” y que ese sentimiento de exclusividad que a todos nos gusta tanto no es otra cosa que un pequeño alivio en el camino imparable para que todo acto sea adoptado por la mayoría, ridiculizado, ironizado, reconvertido, optimizado. En resumen: usado en nuestra contra.

Solo existen dos tipos de personas: las que producen música —o cualquier otro producto cultural— y si ésta es buena, están aquellos que la van a consumir.

Igualmente, nos dicen que la mayoría son rebeldes por impostura o estética. Y, por tanto, sus rebeldías no sólo tienen un efecto muy superficial en la sociedad a fin de que cambie de una manera notable, sino que la mayoría de esas rebeldías acaban convirtiéndose en modas intrascendentes. Y en un negocio tan execrable como el que se trataba de poner en evidencia.

Así pues, tenemos en la industria de la música a todos aquellos que buscan por todos los medios mostrarle al mundo que ellos son los rockeros que van a cambiar el curso de todo, que van a meter en el público, por fin, ideas frescas y dudas razonables que les servirán para llevar una mejor vida. Mismos que, años después cuando no hay manera posible de dejar de ser una atracción intelectual de impacto local, terminan “dándose a conocer a ‘la banda’ en el Vive Latino”.

Del otro lado, en la literatura, tenemos a todos esos proyectos que claman en los balcones que su propuesta es independiente/emergente o que está combatiendo a la “culturilla”, aquella que el estado nos pone en las narices para que sólo leamos lo que ellos creen que es lo mejor que hay. Proyectos que presumen tener el meollo del asunto, investigar lo que nadie más ha hecho sobre la subcultura en la que se desenvuelven —casi siempre sin tener ni idea de qué significa “subcultura”— y sacan libros de ensayos sesudos y pésimamente escritos donde no citan absolutamente ninguna fuente.

¿Editoriales underground que secretamente obtienen fondos de gobierno? ¿”Expertos en autores de culto” cuya mayor influencia de éste descansa en el consumo de las mismas drogas que el maestro muerto? ¿La provocación y la anarquía del arte son necesariamente gritos, sillas rotas e insultos a los cielos?

Al fin, terminan montando lucrativos negocios, que en el mejor de los casos servirán para sostener sus gastos familiares, pero que de camino, son una manera muy contracultural de vivir del entusiasmo de otros, de quienes creen en los proyectos y compran la idea de “no ser como los formales”, pero que finalmente, terminan siendo parte de una maquinaria que sustenta las bebidas, las comidas o las vacaciones de quienes les juran no tener nada que ver con el aburrido aparato cultural del gobierno —un gobierno cada vez más anquilosado y desinteresado por la “cultura”, whatever that could mean—.

¿Qué alternativas nos quedan para poder expresarnos fuera del círculo? Precisamente eso: el movimiento continuo.

Habría que observar más de cerca a nuestras vanguardias.

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