Los fines de semana son como un enorme RESET en mi cerebro. O a lo mejor en los cerebros de muchos. Un par de días en los que te olvidas de todo lo que tienes programado durante los cinco días hábiles que ocupas en más del 60% en pensar y ejecutar cosas relacionadas con trabajo, incluso hasta el sábado cuando sales de madrugada a dar clases a preparatorianos despistados (como tú). Lo malo es que también se resetean las actividades adicionales, como el ejercicio de escribir a diario.
Con todo, lo primero que pienso al llegar hoy es: me queda claro que no entiendo mucho de la onda gótica. Que a todos los veo muy serios, muy oscuros — como debería ser, ¿no es así? — y bastante permeados por lo que probablemente fue la escena gótica — “escena”, desde hace mucho me causa confusión usar esa palabra para describir algún fragmento de la cultura — en los viejos años setenta y ochenta, sobre todo, creo, en Inglaterra: ambientes densos y con apariencia apática, gente delgada con atuendos negros, cabello siempre negro y maquillaje; miradas perdidas, en un infinito extraño donde las pirámides de Maslow empiezan por “Decadencia”. Aunque también es probable que no sea así, que todo esto lo diga yo a partir de un puñado de eventos, muy pocos, a lo que he asistido y por lo que he leído en libros como PostPunk, de Simon Reynolds.
Guardo cierto optimismo acerca del asunto, a pesar de mi pobre percepción del caso, ya que la escena gótica cercana — ya, listo, lo dije — tiene elementos interesantes, en la periferia de los discursos y versos complicados de entender, barrocos en algún caso, que me hacen sentir con suerte de estar algunos escalones cerca de donde poder asomarme y aprender algo: mujeres en negligee.
Let them be goth.