Las ciudades del pasado siempre lucen más luminosas, claras, llenas de ese misterio que encierran las décadas en las que uno — o nuestros padres — no éramos siquiera un experimento fantaseado un par de noches a la semana. Esas ciudades, nacionales o extranjeras, pisadas por personajes que parecieran sacados de cuentos de hadas. Escenarios en sepia que nos es difícil imaginar en colores, (¿cómo las verían los que estuvieron ahí?). O al menos de cuentos con tramas más interesantes que lo que vivimos a diario. Nueva York, Los Angeles, Ciudad de México, años 40, 50 o 60; épocas en que nos hubiera gustado estar y toparnos en las calles esas historias de las que hemos leído durante varios años para acá. Suena re bien, ¿no?
Aunque, después de unos minutos te das cuenta de que todos esos personajes de nuestras historias ya deben estar bien sepultados a estas alturas del siglo XXI. En mil novecientos noventa y cuatro yo tenía 14 años, estaba atorado en la disyuntiva de defenderme o no del abusón de la secundaria; o si era buena o mala idea robarle un beso a la compañera que me gustaba. Realidades que, por más que lo intento, no las puedo recordar con los jalones del VHS cuando se atoraba la cinta, ese tono descolorido de nuestra memoria analógica. Uno estuvo ahí y simplemente lo vio de cerca. Cosas simples cuando las recuerdas.
Tampoco Marilyn Monroe se pasea por la avenida allá afuera, rubia y sonriente mirando al frente con ese lunar de moda sobre el labio, cubierta con un vestido blanco de amplio volado, rodeada de lentes eléctricos brillando frente a miradas expectantes y ansiosas por capturar el momento cuando las sucias alcantarillas de esta ciudad levanten su falda y me deje en un palmo de narices, con cara de idiota mirando sin mirar.
¿Cómo recordaré esta década cuando esté lejos en el pasado y lo esté pensando desde un mullido sillón o en un horrible asilo esperando la muerte?
Oh, Lord! What a nigth!