Tormentas, granizos inesperados, inundaciones sorpresa, la increíble capacidad de esta ciudad para ser destruida y destruirse a sí misma, las placas tectónicas que nos recuerdan la pequeñez de la voluntad humana, la salvaje y al parecer inexpugnable amargura de la vida adulta después de los 35; estoicamente combatida con la brisa fresca de revivir la sonrisa con miradas, risas, actividades que demuestran que aún hay esperanza. Todo puedo perdonarle al bucle de tiempo que emerge a mitad de la vida, todo. Todo menos el arrancarme la capacidad de disfrutar un poema o un párrafo de literatura. Amargura e insensibilidad derivada de decepciones inocentonas, receptividad a personajes que absorben entusiasmo y generan fiesta parasitaria. El mundo se convirtió en un lugar donde escribir ya no es escribir, sino generar contenidos que alguien en algún lugarmomento revisará para evaluarte y ver si es que te quejas demasiado o más allá de lo permitido por las gráficas. No eres artista, eres un espécimen de oficina y un vendedor de puerta en puerta, casi de cupcakes con mucho storytelling. Experto en nada. Imaginación atorada en la época del casete de 60 minutos. Una especie de memoria descontinuada. Vivir los días esperando recuperar el camino lo más lejos posible del ejercicio publicitario después de haber atestiguado cientos de veces la construcción de imágenes atractivas para luego mostrarse como es: podrido por dentro, corriente, emanando pus y sangre caducada; mentir como forma de vida más que mentir como parte de la vida. El horror de la profesión evolucionada hacía la venta indiscriminada de emociones que se evaporan después de leer el estado de cuenta.
“Tú ponlo, se darán cuenta hasta después de haber pagado el boleto”.
Por favor díganme que esto se quita después de los 40.