Me encanta deslizarme por las letras de Beigbeder, agarrar de pretexto a Octave para justificar infantilmente mi rechazo irracional a la labor publicitaria. Ver regresar a Holden Caulfield a la gran ciudad y empujar los diálogos con esa facilidad de chico desinteresado por lo que todo el mundo se interesa. Una desordenada fila de libros, la mayoría a medio masticar, coronada por un par de Kodaks de una infancia y adolescencia que recién descubro me gusta olvidar por un tiempo para luego recordarlas de golpe. Las hace más interesantes, creo, y estar ahí ahora las vuelve una suerte de tótem, un ancla al fondo del océano de la mala memoria.
Hay muchísimas cosas que no sé si pueda perdonarme en esta vida. Una de ellas es no ser lo suficientemente listo o paciente como para leer “La Broma infinita” en menos de diez años, y seguramente, tomarme otros diez para entenderla. Gracias 1980 por hacerme un adulto necio que disfruta leer un libro en forma de árbol muerto — pero que goza secretamente con los formatos intangibles. Una película biográfica de DFW con el audio un par de segundos fuera de sync (falla técnica que me vuelve loco), pero que no detengo porque es lo más arriesgado que haré esta semana.
Días de inducción a la tecnocracia que antes de provocarme vómito me llenan de curiosidad. Celulares gigantescos modelo 96 llenan el cuadro, miro de nuevo las viejas Kodaks y olvido otro poco el abrumador zumbido craneal que me acompaña 24/7.
¿Te estás portando bien esta temporada? Tu poema es demasiado serial killer.