“[…] al parecer es de a huevo tener una opinión sobre esta película, aunque no se haya visto, y además hay que expresarla en todos lados”.
Eso decía mi amigo y camarada Dan Campos ― mejor conocido por mí como “El Cap” ― en una reciente plática sobre cine en conocido canal de Discord de Churros y Palomitas (medio de referencia cinematográfico para este peludo que les escribe). Específicamente sobre la recientemente debatida everywhere película de Michel Franco llamada pomposamente NUEVO ORDEN. Este pequeño momento me llevó a pensar en el pasado cercano y mi experiencia con el cine mexicano y el porqué de mi decisión de no ver ninguna película nacional si no es estrictamente necesario.
Por supuesto, no he visto dicha película ―pero he leído un par de críticas de personas que sí la vieron y, en lenguaje muy bonito y de esos de los que uno tiene envidia, dicen poco más o menos lo que uno pensaba sin tener que meterse a verla―. Por supuesto, eso no me justifica las ganas de tomarla de pretexto cual publicista de la Condesa que se sube a cualquier trending para meter visitas a sus blogs, pero sí para dejarme por escrito lo que llegaba a mí cabeza por ahí del año 2000 y se ha ido modificando al paso de las últimas dos décadas.
El misterio de Amores Perros
No tengo claro qué pasó entre el cine mexicano y yo al final del siglo pasado. Años 90 que albergaron mi patética adolescencia y entrada en los atolondrados veintes, mezclados con el escape de una educación familiar con ondas religiosas que, en esos días, me urgía dejar atrás o con suerte, modificar a mi antojo. Recuerdo haber oído de películas como “La mujer de Benjamín” (1991), “Sólo con tu pareja” (1991), “Cilantro y Perejil” (1998), “Como agua para chocolate” (1989) ―esta última no recuerdo porqué me causó un impacto diferente a las otras, quizá porque me gusta el chocolate―. Me preguntaba cómo alguien querría ver películas con esos nombres si solo de escucharlos me moría de aburrimiento (la intelectualidad contemplativa no se me da desde hace mucho) y decidía seguirme de filo yendo a ver las nuevas de Batman que iban llegando poco a poco a las salas de Cuautitlán Izcalli, cuna de grandes figuras del priismo y robo de nóminas municipales.
Luego, habiendo todos sobrevivido al temido Y2K e iniciada mi etapa en Tower Records, salía “Amores Perros” (2000), película que vi una sola vez en circunstancias que se me escapan, pero que me dejó pensando un poco acerca de cómo se construían las historias: en primera, la representación del chilango en la situación social incierta del nuevo siglo, víctima del sistema y obligado a hacerse de sus propios bisnesss yendo de acá para allá pasándose los altos y cogiendo con quien pudiera ―con o sin lavadoras cerca, ¿sí cogen en una lavadora o era una bodega? ―; y en segunda, se dividía la narrativa en varias historias que, poco a poco, se iban a juntar de madrazo dejando cada una en su desarrollo pequeños guiños o huecos que minutos después serían llenados por los picos y protuberancias ―como piezas de rompecabezas, you know― de las otras pequeñas historias. Con todo y que me llegó a gustar, también me quedé con una mueca en la boca y un grácil movimiento de hombros que generalmente se acompañan de una breve descarga fonética que, si no nos hacemos bolas, suena masomenos a un Mmmmñé.
Entonces, llevado por esa cadena de razonamiento de un chamaco de 20 años que no sabe un carajo de la vida y menos qué hacer con la propia, me dije a mí mismo una cosa que ― ¡quién lo diría! ―, sí recuerdo como si hubiera sido ayer: Mí mismo, no volveremos a ver cine mexicano a menos que sea estrictamente necesario.
No sé si haya sido decepción, coraje, envidia, aburrimiento, falta de carácter o qué demonios, pero lo pensé, lo dije y lo hice por mucho tiempo.
El cine sin cineastas
De ahí me permito incrustar acá una elipsis. Recurso usado para justificar que el guionista o el encargado de dictar la historia no tiene ni peregrina idea de qué pasó en un periodo determinado de tiempo o simplemente tiene flojera de escribir.
Así es cómo, y porque así conviene a la trama que nos ocupa ahora, han pasado siete años. Estamos en conocida avenida Vicente Eguía donde se aloja hasta el día de hoy una compañía distribuidora de cine que, anécdotas aparte, ha sobrevivido a base de felices coincidencias, olfato para los negocios y la habilidad innata de traer a nuestra república una buena parte de las cintas barriobajeras y del WTF más orgánico ―desde los gráficos que las visten hasta sus giros argumentales― del mercado (nacional e internacional) pre-pandemia.
En ese momento, tuve en mi escritorio comprado a regañadientes en Office Depot ―nadie necesita un escritorio si se tienen mesas plegables de jardín― la tarea de coordinar labores de producción a Home Video de una fila de contratos de cine nacional ―donde también hubo otras que me gustaron o que fue un gusto trabajar junto a sus productores, pero que ahora solo me centraré en las que involucraban filiales de Televisa, que no sorprenderá a nadie si digo que han dominado la taquilla por más tiempo lo que podríamos conceder― que traerían la comida a mi mesa y corajes a mi hígado por casi ocho años al hilo.
De este episodio de mi vida laboral registro algunas reflexiones que apunto a continuación en modalidad bullet:
- Para un recién graduado de 27 años es una maravilla encontrarse con un trabajo que prácticamente le paga por ver televisión.
- Para trabajar en la industria cinematográfica hay que saber de publicidad, no de cine.
- El negocio del cine sea de donde sea, no es glamuroso para absolutamente nadie que no haya llegado a él habiendo subido solito ―o siendo remolcado― a un estatus social de tres cuartos de abolengo para arriba.
- Los productores y directores de cine y televisión mexicanos son, diría yo en un 85%, los seres más detestables, ruines, mamadores, tramposos e hijos de perra de lo que conocemos como mercado nacional del entretenimiento.
Aunque pocos, hubo momentos agradables acerca de cinematografía o de artes visuales o algo parecido en la esfera nacional comercial. Y por mucho tiempo me pregunté si eso se debía a que estuviera yo de plano negado al séptimo arte (¿usé bien la metáfora? ¡qué listo soy!), pero luego me di cuenta de que la respuesta era mucho más sencilla: esas personas eran de todo menos cineastas.
Porque la mayoría de ellos o venía de la publicidad, de las telenovelas, de programas de revista o de plano de la oficina de algún familiar millonario o que le está cobrando un favor a alguien que sí lo era.
Lo de hacer cine es, digamos, coincidencia. La forma tan relativamente sencilla para algunos de bajar recursos del gobierno para “realizar” una película convirtió esa década (2008 – 2018) en una mina de oro. Y nada de esto lo escribo aquí para dármelas de santo, sino porque estuve ahí, viendo cómo cada contrato ―cada uno más caro que el anterior― llegaba lleno de títulos en cuyas especificaciones traía bien claro de dónde salía el dinero y cómo cada película veía nacer desde sí misma ―cómo la icónica escena de ALIEN―cual Xenomorfo que se había cogido su propio rostro, una compañía productora, todos ellas nuevecitas, todas ellas propiedad de los actores y directores que habían hecho las cinco películas anteriores y que ahora, santa sea la suerte, eran socios en una, dos o tres compañías más. Basta asomarse a las letras chiquitas de sus posters para ver los nombres de las empresas, que eran lo mismo que lo que producían: chistes.
En todo caso y remitiéndome al punto que detonó esta perorata. enuncio otra vez en bullets lo que aprendí ―las verdaderas lecciones― de los muchachos que llevan la batuta del cine nacional, llegadas a mí en correos, en juntas o de su propia voz en forma de chistorete de la hora de comer:
- Si el póster no dice nada de lo que trata la película no importa, la gente se dará cuenta hasta después de pagar el boleto.
- Tú ponle ese título, suena chistoso y de seguro será el primer chiste de la péli.
- Sí, ya sé que es igual a la película de hace 20 años, pero nadie se da cuenta.
- Si la película salió en 3D en salas, debe salir en 3D en Blu ray, ¿no? Es bien fácil, pero ustedes no piensan.
- Si se quejan, les hacemos una promo donde Omar y Martha les inviten a cenar o les manden saludos.
- Lo verdaderamente importante es la publicidad y los medios, si los actores no saben del guion mas que lo que les toca decir, no pasa nada.
- Si esta película no pega en la taquilla, regreso a hacer comerciales.
- Soy el fulano fundador de Ahuevocartoon y si no me ponen menú igualito al de los Blurays de Star Wars me voy a poner mal, ¿qué no pueden?
Entre otras muchas igual que cotorras.
Amén de cómo se hayan resuelto todos esos episodios (que tampoco son ajenos al negocio en general, ya lo sé), me había quedado claro que el cine comercial mexicano no era otra cosa que una oportunidad de oro para hacer un buen negocio y que, básicamente, la audiencia no importa. A decir verdad, la critica tampoco importa mucho, ya que las mismas personas (bajo otros nombres y empresas, claro) han seguido haciendo cintas igualitas al año siguiente, y luego otra y luego otra. Y así hasta el cansancio.
El cine que no se ve
En este caso, Michel Franco pudiera estar reflejando cómo perciben él y sus cercanos a quienes les son diferentes y consideran una amenaza para su estilo de vida. Una de muchas aristas de una distopía: imaginar los peores escenarios desde una posición subjetiva. Lo evidente es que hubo dinero (de donde haya salido) para convertir sus horas de terapia en una (buena o mala) película.
Puede ser, también, que se la haya jugado a decir barbaridades y presumir en las conferencias de prensa, logrando que su película sea vista y se hable de ella por mero morbo (todos pecamos de mensos haciendo caso). Otra cosa muy distinta ―y que ultimadamente nos tendría que valer a todos― es que realmente se crea las barbaridades que dice.
Todo este vómito de palabras es un resumen a grosso modo de mi experiencia personal con el cine mexicano. Por tanto, me atrevería a concluir que SÍ es posible opinar sobre este tipo de películas sin siquiera verlas, ya que para eso fueron hechas: para que se hable de ellas, no para ser vistas.
Es buena idea recordar que el público (cuando logra escapar por unos segundos de la manipulación mediática) es quien decide si quiere pagar boleto ―con o sin covid bajo cada asiento―, esperarse al streaming o ir por el disco pirata de 10 pesos en el puesto de la esquina (no olviden sus cubrebocas). O de plano no verlas nunca.
Ver cine mexicano porque estás en la nómina involucrada en procesos de producción o distribución, sin tener que pagar boleto, es una de esas trampas que el sistema te permite una vez en la vida. Y yo ya usé la mía.
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